El concurso presentado a finales de los 80 por Joaquín Prat marcó una época y popularizó el grito de "A jugar". El programa, sin embargo, visto hoy resulta de gran comedia involuntaria. Muchos de los premios que se presentaban como artículos de súper-lujo eran regalos ordinarios, pero para cutrerío, el del programa. Muchos concursantes no recibían sus regalos y otros tuvieron que pelear en los tribunales que les dieran el apartamento que salió en la tele y no uno destartalado
VALÈNCIA. Parecía una película de ciencia ficción de los años cincuenta. Un día fui al colegio tranquilamente y me encontré con que la mayoría de mis compañeros estaban gritando la misma frase y haciendo el mismo gesto. Decían "¡A jugar!" y movían la mano como una serpentina, un ademán que les tuvo que servir de entrenamiento para un lustro después hacer el baile de La Macarena.
El "¡A jugar!" no paraba. Lo podías escuchar por la ventana de casa mientras merendabas, se decía en los bares, en clase si alguien era llamado a la pizarra no hacía falta que nadie hiciera la gracia de decir eso que ya salía directamente de la boca del profesor. Fue una fiebre absurda como pocas, que demostraba la alienación a la que nos somete la cultura pop o del entretenimiento y, sobre todo, enseñaba todo el poderío y la musculatura de la televisión cuando solo hay un canal. Si alguien hubiese dicho "¡A cagar!" hubiéramos estado en las mismas.
La locura la desató un concurso: El precio justo con Joaquín Prat. Como todo hijo de vecino, yo también tuve que verlo, sobre todo porque, como reitero, no había más elección que TVE-1 o TVE-2, y como a todo el mundo me tocó divertirme en familia con ese juego. Se trataba de adivinar el precio de productos sin pasarse. Recuerdo perfectamente las discusiones y la emoción de soltar ¡sesenta mil pelas, eso cuesta sesenta mil pelas! mientras mi madre decía que ni de coña más de cincuenta. Y así echábamos la vida con los nuestros durante horas, para mayor gloria de Ana Iris Simón.
Lo bueno de estos tiempos modernos es que en la App de TVE se puede cómodamente volver a ver el programa. No tienen solo el primero de forma testimonial ni nada de eso. No, hay montones y sentarse a verlos tranquilamente es un experimento muy interesante. Primero, por la realización. Yo tenía diez años y aquello me parecía un concurso trepidante. Emociones fuertes y a flor de piel. Ahora lo veo como una letanía. En cuanto me acostumbro a los contrastes de época, se me hace plúmbeo. En la guerra desatada por captar nuestra atención han acostumbrado a nuestra mente a recibir un número de estímulos por cada diez segundos mucho mayor de lo que te puede dar de sí preguntarle sistemáticamente a seis personas si están casadas y tienen hijos o, en caso de no ser así, cuándo piensan hacerlo.
Claro que ver esas preguntas hoy es un espectáculo, casi tanto como los looks. Cómo cambia el tono de voz de Joaquín Prat si una mujer está soltera. Es de honda preocupación. Se le ve hasta triste por haber propiciado que tenga que reconocerlo en público. Al mismo tiempo, se entusiasma si una mujer dice que tiene cuatro hijos. Le da olés a la respuesta. Con respecto a las azafatas, hay que decir lo mismo que dijimos cuando volvimos a ver Si lo sé no vengo. Es una auténtica tasación ganadera.
No es difícil prever que es apasionante asistir al cambio de mentalidad de la sociedad española, pero en todos los aspectos. Por ejemplo, también me sorprendió sorprenderme cuando a un concursante le regalan una escopeta de cinco cartuchos semiautomática. Es para cazar, es lo más normal, pero hoy ya no creo que lo viésemos. En ese mismo programa, me dejó igual de alucinado ver que una caña de pescar y su cestita y complementos podía costar 150.000 pesetas. Me parece un pastizal aberrante.
Entrañable es ver que a un concursante le regalen un lote de chorizos, ojo, envasados al vacío "para que no pierdan su rugosidad". Lujo a tope, ¿qué sería lo próximo? ¿ostras, champán y cocaína? En otra ocasión, a otro hombre le regalan un lote de productos IFA. Esto es, un brick de leche y unos frascos con legumbres. Ese hombre que fue al Precio Justo emocionado a ver si le regalaban un coche y lo celebraba con las alocadas azafatas del programa, al salir de ahí con un bote de garbanzos salía en 1988 con la misma cara con la que saldría hoy.
Otros regalos de los que aparecían sí que tenían un caché, como una lámpara de rayos UVA, aunque llevase una pegatina con el nombre del programa en letra Lucinda. Hay momentos en los que, de hecho, los concursantes dan pena con tanto oropel. Se emula la película Barrio cuando uno concursa por una piscina portátil ¿dónde pones eso si vives en un piso de sesenta metros cuadrados? A un señor de Cornellà le regalan un barco de 5,5 metros de eslora y le hacen seguir el resto del concurso con una gorra de capitán. Me costaba ver al hombre pagándose un amarre al lado del entonces bienhallado monarca en el puerto de Barcelona. También es enternecedor ver a una mujer que compite por un "mezclador de vídeo con generador de efectos especiales" como pretexto para inmortalizar las vacaciones a los sanfermines que acaba de ganar y están valoradas en 350.000 pesetas, lo cual a mí también me parece un dineral desmadrado. Debí vivir los años pesetiles en la más dura austeridad castellana.
Momentos de pánico y terror se viven cuando a un señor de Cádiz le regalan una ropa de cama tardochentera. Ni en un Airbnb de esos en los anfitrión no puede parar de crear puede verse hoy semejante cosa. Tampoco sé dónde esperaban que una persona de nivel medio de esa época pudiera poner una sauna finlandesa. Es más, cuesta entender cómo no se alteran cuando pasan de regalos de superlujo de la sección de hogar o Caza y pesca de El Corte Inglés a poner a una mujer a luchar en un juego de inteligencia por unas lonchas de salmón ahumado.
Porque luego todo ese brillo se va en detalles como que, al ver programas seguidos, te das cuenta de que Joaquín Prat repite americana. Te quedas también con cómo se presentan los premios, si son caros el tono de la voz adopta una forma casi chulesca, le falta añadir al final de la frase "hijos de puta", porque la presentación de algunos productos parece rimar con "y usted es una mierda". No por casualidad, parece que al concurso luego le costaba desprenderse de sus maravillosas gamas de productos y hubo quejas de que no llegaban los regalos. Hubo casos sonados, como el de una mujer cuyo premio, una colección de monedas, era un tanto deslucido: resultó que eran falsas. O el de un caballero que obtuvo un lujoso todoterreno y, al recibirlo, le dijeron en aduanas que tenía que pagar el los aranceles. Algunos, consternados, tuvieron que conformarse con recibir el premio en metálico porque el concurso era incapaz de entregarles el producto.
Especialmente simpático me parece el caso de Carmen, empleada de banca que tuvo que pelear en los tribunales que "en lugar de un apartamento destartalado le entregaran las llaves de un flamante bungalow, situado en el campo de golf de Maspalomas (Gran Canaria) que apareció sobreimpresiónado en la pantalla durante el desarrollo de El precio justo".
Con frecuencia se ha dicho que este programa tenía como fin estimular el gasto en una sociedad española castigada por las crisis. La verdad es que hoy resulta cómico ver cómo el concurso le metía emoción y lucecitas a unos regalos que ahora parecen tan ordinarios, aunque fuesen caros. La diferencia con la tómbola portátil de unas fiestas patronales estaba solo en las azafatas y el plató. Claro que comprase un cartón en avanzado estado de embriaguez y que te toque un microondas es un placer exquisito y refinado que no tiene nada que ver con salir en la única cadena del país tratado como un muerto de hambre.